7 de octubre de 2013

‘ENTRE EL EXPERIMENTO Y OTROS QUEHACERES: HISTORIA DE UN REENCUENTRO’ por María Aixa Sanz

Me tomé la licencia de no leer durante doce días, ó doscientas ochenta y ocho horas que es lo mismo. Una licencia que me permitía indulgentemente elegir en que ocupar mi tiempo, una licencia que concede la libertad que uno tiene. Y fui a ratos feliz incluso pensé un par de veces que igual ya nunca más leería otra novela. ¿Y si se había acabado todo y entraba a formar parte de la lista de gente que no lee nunca y se congratula de ello? También he de decir que acariciar esa idea me daba a la vez temor y sorpresa, como si algo dentro de mí hubiese muerto o se hubiese cortado el hilo que me unía a los libros y ellos habían salido volando, como una cometa abandonada que surca el aire a su suerte. Pero la cantidad de temor que noté no fue suficiente para coger un libro y leer. Siguieron pasando días y horas.
Leer me relaja y en esos días no conseguía desconectar la maquinaria. Mi cuerpo y mi mente hiperactivos ellos de por sí estaban a pleno rendimiento y segregaba adrenalina a mares. Entré en una espiral de días frenéticos: durmiendo poco, hablando mucho, trabajando demasiado y sin respirar. A veces no daba ni los cuartos ni las horas. Andaba acelerada.
Comprendí que o paraba o acabaría desquiciada, entonces mis ojos se encontraron con una solapa de un libro de color lila, era el ‘Vizconde Demediado’ de Italo Calvino que lo había leído en el  1995, es decir, en el siglo pasado. La casualidad lo había puesto en mi camino y las casualidades no existen.
Y una de esas tardes soleadas de primavera mediterránea, con su luz azul transparente, abrí en un impulso súbito y brusco el libro y me puse a leerlo, tarde minutos en encontrar la concentración incluso instantes o medias horas, hasta que la historia se fundió conmigo y empecé a pasar página tras página. Había claudicado y abandonado mi asueto o experimento antiliterario o antinatural, desde mi trinchera de otras-tareas-por-hacer. Me había rendido.
¿Puede uno dejar de leer de por vida como quién deja de asistir algún acto al que ya no vuelve nunca más por muchos años que viva? ¿Puede ocurrir eso? ¿Uno puede dejar de leer de un día para otro cuando ha sido un ávido lector?
Y luego al día siguiente, en unas cuantas horas leí: ‘Buenos días, tristeza’ de Françoise Sagan, lo leí vorazmente como antes del lapsus o rapto que tuve durante doce días.
Leí como antes, como siempre. Como siempre será. Aunque a veces me engañe a mí misma como un espejismo creyendo que puedo seguir siendo yo sin leer.
Porque reencontrarme con la lectura, después de días experimentales, fue como encontrarme con un viejo amigo que conoce toda mi vida, mis secretos y mis deseos.
Fue como si de pronto alguien encendiera la luz del mundo y todo adquiriera otro color, otro tono, otra textura.
Y la paz.
Ese trozo de paz y olvido que me otorga el negro sobre blanco y una historia escrita por alguien hace mucho o hace poco.
Reencontrarme con la lectura fue delicioso: como un pastel recién hecho o un pan recién horneado a la hora de merendar. Fue encontrar de nuevo la piedra angular desde donde todo nace, gira y se apoya; la brújula que no deja desorientar; el talismán que asegura felicidad.
Fue hallar un cofre por abrir, con sus mundos nuevos donde perderse, donde las horas pasan dulcemente y apenas se nota la gravedad de la vida.
Es vivir en el aire, notando el cuerpo y la mente ligeros, sin darle a nada una importancia grande o grave.
Reencontrarme con la lectura fue como si se abriera el apetito y vivir acompañada en silencio y no notar ni un atisbo de soledad.


© María Aixa Sanz

Artículo escrito en mayo de 2006.