Él la vio. La miró. La contempló. La observó. Quizás se enamoró un poco
de ella. Incluso puede que con el tiempo haya llegado a amarla. Pero eso forma
parte de otra historia. La de él no la de ella.
Al mirarla la puso en la sociedad. Le dio un lugar en el mundo. Con sus
manos la moldeó, como cientos de alfareros han moldeado la arcilla para hacerla vasija, botijo, cuenco. Moldeó su
cuerpo de muchacha e hizo de ella una mujer. Con su voz hizo que las palabras
estallaran en ella como las olas estallan en las rocas, descubriéndolas. Desde
entonces cada palabra de él es el hogar de ella. Con sus actos, actos que
maneja con saber hacer de sabio, siempre le indica que está bien o que está mal
y la hace comportarse.
Cuando la encontró en el valle de Mossegar,
sola, en medio de un paraje solitario de tierra rojiza, duro, natural, inhóspito,
supo que tenía delante a una fiera salvaje que tendría primero que amansar y
luego domesticar. Para ello se la llevó a la ciudad. De eso hace mucho tiempo y
ella, ahora, perfectamente puede pasar por una dama, por una mujer hecha y
derecha, sensual, cortés y educada.
Pero él no sabe que cada vez que la mira a los ojos, al fondo de sus
ojos, desata en ella todo su salvajismo contenido desde que dejó atrás el valle.
Que cada vez que la mira la hace vibrar, que la vuelve loca. Que solo quiere devorarlo y no parar hasta no dejar rastro de
él. Desconoce que cada vez que se pierde dentro de sus ojos, ella para
comportarse tiene que morderse hasta sangrar. No sabe que a la salvaje que
lleva dentro no la ha anulado, ni la ha borrado.
Él no sabe que comparte sus días en salvaje compañía.
© MARIA AIXA SANZ
(Ilustración: Linda Troeller)
(Ilustración: Linda Troeller)