19 de octubre de 2013

‘LEER EN SILENCIO’ por María Aixa Sanz


“Mujer lee los textos sagrados, pero lee en silencio,  para que de este modo aunque tus labios hablen  ningún otro oído pueda oír  lo que dicen.”

En el año 349, San Cirilo de Jerusalén en un sermón.
              

Recuerdo el asombro o estupor que me causó estando de niña sentada en la escalinata del colegio cuando observé que los chicos y las chicas mayores leían sus libros en silencio, allí mismo sentados también en las escaleras.

Entonces descubrí que también se podía leer en silencio y no solamente en voz alta, la tradición oral corría por mis venas desde que había nacido debido a los cuentos que me leía mi madre y a las historias que me contaba mi padre.

No dije nada, me quedé en silencio, contemplando la escena donde aquellos muchachos, demasiado mayores, tenían la nariz metida entre las páginas de sus libros y no hablaban, ni leían en voz alta. Comprendí que lo hacían en silencio.

Por unos segundos aquella primera hora de la tarde se paró y el silencio lo inundó todo. Cogí de mi mochila un libro cualquiera y lo abrí por una página cualquiera y me dispuse a imitar al resto. En aquel momento algo ocurrió en mi interior y por arte de magia las palabras resonaron en mi cabeza y en mi cuerpo, veía imágenes y comprendía situaciones, actitudes y escenas, sin yo abrir la boca. Fue en esa tarde cuando aprendí a leer en silencio.

Después, años después, me enteré que el mismo asombro que me había causado el poder leer en silencio, les había ocurrido a muchos personajes de la historia. En el año 383, Agustín, que todavía no era San Agustín, al ir a visitar en Milán a Ambrosio quién más tarde también sería santo, le escandalizó encontrar a éste, reconocido consumado lector, leyendo de tal forma que señalaría en su libro Confesiones de esta manera:

«Cuando leía -dice Agustín- sus ojos recorrían las páginas y su corazón entendía el mensaje, pero su voz y su lengua quedaban quietas. A menudo me hacía yo presente donde él leía, pues el acceso a él no estaba vedado ni era costumbre anunciarle la llegada de los visitantes, de modo que muchas veces, cuando lo visitaba, lo encontraba leyendo en silencio, nunca en voz alta.»

Leer en silencio no se tornó la manera natural de leer hasta el siglo X, aunque a lo largo de los siglos hubo algunos casos que han pasado a la historia como peculiares y todavía en la actualidad se recuerdan. En el siglo IV a.C. encontraron a Alejandro Magno leyendo en silencio una carta de su madre, este hecho desconcertó a sus soldados. Julio César una vez en el año 63 a.C., leyó en silencio una carta de amor, delante de su oponente en el Senado. E incluso San Cirilo de Jerusalén en el año 349, en un sermón, rogó a las mujeres que mientras esperaban durante la ceremonia, leyesen en silencio los textos sagrados.

Se desconoce de dónde viene el momento y el lugar en que algo hizo clic en la cabeza de alguien y las palabras sonaron en su cerebro sin abrir la boca. Al igual que se desconoce esto, se conoce que fue una suerte de premio para la humanidad, pues fue el principio de una nueva era de la lectura, denominada: Leer en silencio.

Es a partir del momento en que uno descubre la lectura en silencio cuando de verdad toma contacto con la intimidad que le ofrece un libro. Es cuando en realidad se adentra en el universo de sueños y de libertad que ofrecen sus páginas. Es cuando se emprende una aventura en solitario distinta a si fuese leída por otra voz en alto, y de ese modo trasladada a un oyente o a un grupo de oyentes.
Tal vez por eso no deja de tener cierto poder la imagen de una persona leyendo agazapada, tumbada, sentada en un rincón, en apariencia apartada del mundo, presa en su guarida voluntaria o instalada en su atalaya de independencia, sosiego y lejanía que le ofrece su libro.

Ese poder extraño que le hace sumergirse en la historia que lee y olvidarse del resto de la humanidad, es el mismo poder que llama tanto la atención a la persona que observa a ese lector realizando una actividad peculiar, silenciosa y hermética, que a lo mejor no tiene la suerte de comprender o que por el contrario se ve totalmente reflejada en ella como en un espejo.

© María Aixa Sanz

Artículo escrito en enero de 2006.