Carta personal: Papel escrito, y
ordinariamente cerrado, que una persona envía a otra que conoce para
comunicarse con ella. Preferiblemente escritas a mano con tinta azul o negra.
Firmada, plegada y guardada en un sobre sin ventana. No fue hasta el siglo XIX
cuando las cartas se guardaron en sobre, antes iban dobladas y lacradas con un
sello.
Es agradable leer incansables
veces de la carta de San Pablo a los
Corintios a la carta de una desconocida de Stefan Zweing; a el volumen de cartas que Helene Hanff escribió a la librería situada en el 84 de Charing
Cross Road; a la carta que nunca recibió el coronel de Gabriel García Márquez; a las cartas que el vizconde Valmont le escribe a la marquesa de Merteuil en ‘Las Amistades Peligrosas’; a las cartas de nuestros padres
conservadas primorosamente; hasta incluso las cartas que uno es el destinatario
y las guarda entre las hojas de los libros.
¿Adónde irán a parar todas
aquellas palabras nunca escritas en una carta?
¿Adónde irán a parar las cartas
que nunca escribimos?
Si echamos la vista atrás, la
memoria trae al presente imágenes de manojos de cartas atadas con una cinta
roja de terciopelo; cartas perfumadas; cartas deslizándose con sigilo por
debajo de una puerta; cartas de color rosa, regalo de primera comunión; cartas
de un primer amor; cartas de amistad.
Las cartas siempre se han
esperado con anhelo y su llegada por sorpresa siempre ha sido motivo de excitación.
Porque las cartas poseen un tesoro en común: su sinceridad. Uno escribe una
carta rellenándola de palabras sinceras que cuentan sus sentimientos: alegría,
pesar, problemas, ilusiones, amor, desamor. En el tono en que se quiera, formal
o informal, enfadado o desenfadado, divertido o triste. Puede rellenar folios
enteros de palabras sin sentirse por un momento estúpido. Hablar con alguien
por medio de una carta significa que no habrá silencios, ni interrupciones,
sino que uno sabe de sobra que por unos minutos el destinatario le prestará
toda su curiosidad, y por una extraña magia verá en persona al remitente que
tanto conoce. Las palabras les acercaran de nuevo en la distancia.
Si preguntas a la gente casi
nadie escribe cartas en el siglo XXI, pero estos mismos se sienten patosos si
tienen que hablarle a un buzón de voz. Ya que al revés de las cartas es como si
uno no hablase con nadie. Es como un locutor de radio que no tiene ninguna
certeza de que alguien le esté escuchando. Y las palabras orales suenan torpes,
salen de forma ficticia, y al final nunca se acaba diciendo lo que uno quería
decir. Las palabras al aire tiñen de ridículo el ambiente donde son
depositadas. Es claro el ejemplo, en que la ridiculez aumenta en la mayoría de
personas, cuando graba y escucha la voz en una cinta de un magnetófono, en
cambio no ocurre cuando se escribe una carta. Tal vez sea porque las palabras
escritas sabemos que serán leídas por alguien aunque no sea ni la persona a la
que iban destinadas, ni en el tiempo en el que han sido escritas y también
sabemos que quizás estas mismas cartas serán leídas infinidad de veces a lo
largo de los años. Las palabras escritas perduran en el tiempo, las orales como
dice el proverbio se las lleva el viento.
Ahora hay un nuevo resurgir de
las cartas en forma de e-mails, con lo cual todavía quedan esperanzas.
Pero qué bonito sigue siendo
abrir el buzón y encontrarse una carta de alguien querido.
¡Qué bonito sigue siendo!
¡Qué
sincero!
Acabaremos añorando todas las
cartas que no hemos escrito. Acabaremos pensando que han sido oportunidades
perdidas.
© María Aixa Sanz