“Mujer lee los textos
sagrados, pero lee en silencio, para que
de este modo aunque tus labios hablen ningún otro oído pueda oír lo que dicen.”
En el año 349, San
Cirilo de Jerusalén en un sermón.
Recuerdo el asombro o estupor que
me causó estando de niña sentada en la escalinata del colegio cuando observé
que los chicos y las chicas mayores leían sus libros en silencio, allí mismo
sentados también en las escaleras.
Entonces descubrí que también se
podía leer en silencio y no solamente en voz alta, la tradición oral corría por
mis venas desde que había nacido debido a los cuentos que me leía mi madre y a
las historias que me contaba mi padre.
No dije nada, me quedé en
silencio, contemplando la escena donde aquellos muchachos, demasiado mayores,
tenían la nariz metida entre las páginas de sus libros y no hablaban, ni leían
en voz alta. Comprendí que lo hacían en silencio.
Por unos segundos aquella primera
hora de la tarde se paró y el silencio lo inundó todo. Cogí de mi mochila un
libro cualquiera y lo abrí por una página cualquiera y me dispuse a imitar al
resto. En aquel momento algo ocurrió en mi interior y por arte de magia las
palabras resonaron en mi cabeza y en mi cuerpo, veía imágenes y comprendía
situaciones, actitudes y escenas, sin yo abrir la boca. Fue en esa tarde cuando
aprendí a leer en silencio.
Después, años después, me enteré
que el mismo asombro que me había causado el poder leer en silencio, les había
ocurrido a muchos personajes de la historia. En el año 383, Agustín, que
todavía no era San Agustín, al ir a visitar en Milán a Ambrosio quién más tarde
también sería santo, le escandalizó encontrar a éste, reconocido consumado
lector, leyendo de tal forma que señalaría en su libro Confesiones de esta manera:
«Cuando leía -dice Agustín- sus ojos recorrían las páginas y su corazón
entendía el mensaje, pero su voz y su lengua quedaban quietas. A menudo me
hacía yo presente donde él leía, pues el acceso a él no estaba vedado ni era costumbre
anunciarle la llegada de los visitantes, de modo que muchas veces, cuando lo
visitaba, lo encontraba leyendo en silencio, nunca en voz alta.»
Leer en silencio no se tornó la
manera natural de leer hasta el siglo X, aunque a lo largo de los siglos hubo
algunos casos que han pasado a la historia como peculiares y todavía en la
actualidad se recuerdan. En el siglo IV a.C. encontraron a Alejandro Magno
leyendo en silencio una carta de su madre, este hecho desconcertó a sus
soldados. Julio César una vez en el año 63 a.C., leyó en silencio una carta de
amor, delante de su oponente en el Senado. E incluso San Cirilo de Jerusalén en
el año 349, en un sermón, rogó a las mujeres que mientras esperaban durante la
ceremonia, leyesen en silencio los textos sagrados.
Se desconoce de dónde viene el
momento y el lugar en que algo hizo clic en la cabeza de alguien y las palabras
sonaron en su cerebro sin abrir la boca. Al igual que se desconoce esto, se
conoce que fue una suerte de premio para la humanidad, pues fue el principio de
una nueva era de la lectura, denominada: Leer en silencio.
Es a partir del momento en que
uno descubre la lectura en silencio cuando de verdad toma contacto con la
intimidad que le ofrece un libro. Es cuando en realidad se adentra en el
universo de sueños y de libertad que ofrecen sus páginas. Es cuando se emprende
una aventura en solitario distinta a si fuese leída por otra voz en alto, y de
ese modo trasladada a un oyente o a un grupo de oyentes.
Tal vez por eso no deja de tener cierto
poder la imagen de una persona leyendo agazapada, tumbada, sentada en un
rincón, en apariencia apartada del mundo, presa en su guarida voluntaria o
instalada en su atalaya de independencia, sosiego y lejanía que le ofrece su
libro.
Ese poder extraño que le hace
sumergirse en la historia que lee y olvidarse del resto de la humanidad, es el
mismo poder que llama tanto la atención a la persona que observa a ese lector
realizando una actividad peculiar, silenciosa y hermética, que a lo mejor no
tiene la suerte de comprender o que por el contrario se ve totalmente reflejada
en ella como en un espejo.
© María Aixa Sanz
Artículo escrito en enero de
2006.