Me tomé la licencia de no leer
durante doce días, ó doscientas ochenta y ocho horas que es lo mismo. Una
licencia que me permitía indulgentemente elegir en que ocupar mi tiempo, una
licencia que concede la libertad que uno tiene. Y fui a ratos feliz incluso
pensé un par de veces que igual ya nunca más leería otra novela. ¿Y si se había
acabado todo y entraba a formar parte de la lista de gente que no lee nunca y
se congratula de ello? También he de decir que acariciar esa idea me daba a la
vez temor y sorpresa, como si algo dentro de mí hubiese muerto o se hubiese
cortado el hilo que me unía a los libros y ellos habían salido volando, como
una cometa abandonada que surca el aire a su suerte. Pero la cantidad de temor
que noté no fue suficiente para coger un libro y leer. Siguieron pasando días y
horas.
Leer me relaja y en esos días no
conseguía desconectar la maquinaria. Mi cuerpo y mi mente hiperactivos ellos de
por sí estaban a pleno rendimiento y segregaba adrenalina a mares. Entré en una
espiral de días frenéticos: durmiendo poco, hablando mucho, trabajando
demasiado y sin respirar. A veces no daba ni los cuartos ni las horas. Andaba
acelerada.
Comprendí que o paraba o acabaría
desquiciada, entonces mis ojos se encontraron con una solapa de un libro de
color lila, era el ‘Vizconde Demediado’
de Italo Calvino que lo había leído en el
1995, es decir, en el siglo pasado. La casualidad lo había puesto en mi
camino y las casualidades no existen.
Y una de esas tardes soleadas de
primavera mediterránea, con su luz azul transparente, abrí en un impulso súbito
y brusco el libro y me puse a leerlo, tarde minutos en encontrar la
concentración incluso instantes o medias horas, hasta que la historia se fundió
conmigo y empecé a pasar página tras página. Había claudicado y abandonado mi
asueto o experimento antiliterario o antinatural, desde mi trinchera de otras-tareas-por-hacer. Me había
rendido.
¿Puede uno dejar de leer de por
vida como quién deja de asistir algún acto al que ya no vuelve nunca más por
muchos años que viva? ¿Puede ocurrir eso? ¿Uno puede dejar de leer de un día
para otro cuando ha sido un ávido lector?
Y luego al día siguiente, en unas
cuantas horas leí: ‘Buenos días,
tristeza’ de Françoise Sagan, lo leí vorazmente como antes del lapsus o
rapto que tuve durante doce días.
Leí como antes, como siempre.
Como siempre será. Aunque a veces me engañe a mí misma como un espejismo
creyendo que puedo seguir siendo yo sin leer.
Porque reencontrarme con la
lectura, después de días experimentales, fue como encontrarme con un viejo
amigo que conoce toda mi vida, mis secretos y mis deseos.
Fue como si de pronto alguien
encendiera la luz del mundo y todo adquiriera otro color, otro tono, otra
textura.
Y la paz.
Ese trozo de paz y olvido que me
otorga el negro sobre blanco y una historia escrita por alguien hace mucho o
hace poco.
Reencontrarme con la lectura fue
delicioso: como un pastel recién hecho o un pan recién horneado a la hora de
merendar. Fue encontrar de nuevo la piedra angular desde donde todo nace, gira
y se apoya; la brújula que no deja desorientar; el talismán que asegura
felicidad.
Fue hallar un cofre por abrir,
con sus mundos nuevos donde perderse, donde las horas pasan dulcemente y apenas
se nota la gravedad de la vida.
Es vivir en el aire, notando el
cuerpo y la mente ligeros, sin darle a nada una importancia grande o grave.
Reencontrarme con la lectura fue
como si se abriera el apetito y vivir acompañada en silencio y no notar ni un
atisbo de soledad.
© María Aixa Sanz
Artículo escrito en mayo de 2006.