¿Quién no se ha visto embargado
por un extraño sosiego lleno de belleza al observar a una persona cercana y
amada cuando está ensimismada en un libro?
¿Quién al pasear por una alameda,
un parque o una estación de ferrocarril ha envidiado la serenidad de la persona
que ha encontrado en su camino sentada en un banco, en una piedra o en un
asiento de tren, inmersa en una historia ajena impresa en las páginas de un
libro?
¿Quién en ese momento no ha
querido cambiarse por ella o descubrir cuál era la historia que le tenía
ausente del mundo?
En el universo hay millones de
momentos donde si nos fijamos podemos contemplar como en las pupilas de las
personas se reflejan palabras de sus lecturas. Palabras ajenas, escritas por
otros, que las han hecho suyas como lectores. He tenido muchas veces ganas de
fotografiar a todas esas personas que depositan su alma por unas horas en un
libro ya sean mis personas queridas o extraños que he encontrado en mi caminar.
Un deseo que también lo han sentido a lo largo de la historia un gran número de
pintores y han pintando hermosos cuadros, hermosas estampas de gente leyendo.
En efecto muchos pintores
tuvieron y han tenido el hondo deseo de plasmar en una imagen el placer, el
sosiego y la belleza que se desprende cuando se observa a alguien leyendo, sin
embargo: comprendieron, que si la persona era una mujer abrigaba en su cuerpo
una especie de magia y poder infinitos pues traspasaba un límite establecido y
se comprometía con ella misma y con la historia, dando un paso adelante cada
vez que entre sus manos sostenía un libro y sus ojos discurrían con agilidad
por las líneas compuestas de palabras. Cagnaccio di San Pietro, Edward Hopper,
Ramón Casas, Rembrandt, Vilhelm Hammershoi, François Boucher, Johannes Vermeer
y un largo etcétera retrataron y siguen retratando a sus hermanas, amantes,
hijas, amigas, conocidas, incluso a anónimas desconocidas en esa actitud.
La razón: retratar la transgresión,
la osadía, la no claudicación, la insumisión que se fraguó en el seno de las
familias en el año 1432 cuando una madre dejó en herencia a su hija sus libros
y este hecho se convirtió en costumbre. Las hijas heredaban solamente los
libros de sus madres, los romances, nunca las biblias ni los libros de oraciones
que perteneciendo al patrimonio familiar pasaban al heredero varón. Así se
convirtió en tradición que las madres entregaran sus libros a sus hijas y éstas
a las suyas. Una madre le decía a su hija: «Heredaras mis libros» y con estas
palabras le traspasaba a escondidas toda la libertad que encerraban sus páginas.
Abrir una novela, sentarse,
tumbarse, recostarse con ella y en ella durante años fue una transgresión, fue
el hábito más peligroso que podía tener una mujer. Si usted, sí, usted, quien
en este momento está leyendo este artículo, es mujer y lectora, siéntase una
privilegiada pues su actitud es la consecuencia de la transgresión de todas las
mujeres que durante siglos han sido llamadas peligrosas.
© MARÍA AIXA SANZ
Artículo escrito en mayo de 2007.